www.cubaencuentro.com Jueves, 08 de julio de 2004

 
Parte 1/3
 
Carta a Charles Perrault (I)
por RAMóN FERNáNDEZ LARREA
 

Paquetero clásico y algo infanticida Charles Perrault:

Perrault

Déjeme decirle, con la absoluta impunidad que he adquirido a precio de coste en los últimos tiempos, que fue hasta hace muy poco que confié ciegamente en sus narraciones, creyéndolas a pie firme, justificando los dislates científicos que hay en ellas —todo en nombre de la imaginación, único artículo no racionado en nuestras vidas— y que tal vez esa costumbre mía me llevó a creerme, durante demasiado tiempo —más del que aconsejan los médicos, e incluso los siquiatras—, otras guayabas del Perú, guanábanas sociales sin visos de credibilidad, hasta que tuve entre mis manos una visa, visual, real, y comprendí el grado de culpa que usted tuvo en todo ello.

No hay más que verle el rostro en un grabado de época, con esos ojillos perversos —que son, al decir del poeta, reflejo del arma— y ese frontón jai alai bajo la revuelta pelúcula —más revuelta y violenta que la pelúcula del sábado noche— para darse cuenta de que jugaba sucio. Y no lo digo por lo desaseado de la imagen del grabado, que al fin y al cabo, con 376 años en las tortillas, cualquiera parece una colchoneta de albergue INIT, sino por todo lo que capto en su rostro copto: una pose de tupidor satisfecho de manejar la turca con eficacia y esmero —turca en esmeril— y un rictus amargo en lo que científicamente se denomina bemba de abajo, que es el labio despótico del ser humano. Como si hubiera comido marañón tras escribir El gato con botas, Pulgarcito, Caperucita roja, La bella durmiente o Cenicienta, que según un amigo certero y mío, cuenta la historia —casi la histeria— de una empleada del hogar bastante problemática, y que es para mí una onda de marketing con el calzado.

Por culpa suya pasé niñez y adolescencia creyendo a pie juntillas que alguien pudiese dormir cien años, sobre todo cuando comprobaba el trabajo que pasaba mi madre para salir a flote en las mañanas, y que el lobo feroz era el malo de la película, con una inteligencia similar a la de Garry Kasparov. No sabe cómo conformé mi mentalidad tercermundista a que siempre, en el último cabú del tren, iba a llegar, repartiendo justicia, el cazador, para sacarle al mamífero de la peluda panza una abuela indemne, incólume y sin traumas sicológicos.

No me daba cuenta de lo imbécil que era la tal Caperucita —que en francés se conoce como Le petit chaperon rouge, así que con eso del chaperón, a cualquiera se lo lleva, como a mí, la corriente— al no darse cuenta de que bajo la cofia estaba el depredador y no su cariñosa e independiente abuela. Ni siquiera saqué esta brillante conclusión actual: o la vieja mandaba un feo licantrópico o esa niña necesitaba un oculista con urgencia. Tal vez era Lon Chaney en el papel de San Bernardo malvado, pero dudo mucho que en el reinado de Luis XIV ya fuera experto en maquillajes.

Estaba tan drogado mental e ideológicamente, que nunca se me ocurrió preguntarme por qué la madre de Caperuza no llevaba a la vieja a vivir con ellos, o le ponía una asistenta, la ubicaba en Santovenia o le mandaba la merienda con algún adulto responsable, alguien políticamente confiable. Nunca vi la malévola aureola sexual que rondaba la relación Lobo-Niña, tal vez porque no estaba tan desarrollada la carrera de pederastia como lo está actualmente. Le cogí tirria al pobre ser peludo, que era en definitiva el más brillante de su obrita. ¡Ese Lobo era un animal!

A esta hartura del mundo, con tanta corrompesión y asquerosididad, con tanta zoofilia y errores de la izquierda, con demasiados hímenes políticos sin castigo, un lector menos avezado que yo pudiera hacer papilla sus narraciones y no sería tan ingenuo como lo he sido, que hasta llegué a ignorar el funcionamiento de los jugos gástricos en el organismo, siendo mi propio padre un médico celebérrimo y acérrimo. No digo que fuera todo culpa suya o mía, tal vez los cambios sociales ocurridos en mi niñez trastocaron lo de los jugos gástricos. No recuerdo muchos jugos en mi infancia.

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