www.cubaencuentro.com Jueves, 20 de marzo de 2003

 
  Parte 2/3
 
La soledad del imperio
Sin territorio que adquirir ni ideología que imponer, Washington se va a la guerra convencido de abanderar una nación amenazada y diferente.
por RAFAEL ROJAS, México D. F.
 

Algunas pruebas documentales confirman que los hombres de Bin Laden derribaron las Torres Gemelas, símbolos del mal moderno, en nombre de Alá y el Corán. Lo cierto es que, como advirtiera André Glucksmann en su Dostoievski en Manhattan (2002), el 11 de septiembre, aunque reprobado por la mayoría de la población mundial, logró cierta validación estética en una franja nihilista de la cultura occidental que vive angustiada por el complejo de culpa de las sociedades desarrolladas y democráticas. Esa franja es la que, tras un silencio incómodo durante los meses iniciales de la incursión contra el régimen talibán y la red terrorista Al Qaeda, en Afganistán, se moviliza ahora, "preventivamente", contra una guerra en Irak. La antiglobalización ha encontrado, pues, la causa que necesitaba para acabar de globalizarse.

El nuevo pacifismo tiene a su favor la susceptibilidad imperial del Gobierno de George W. Bush. Al maniqueísmo talibán, esta administración respondió con otro maniqueísmo que localizaba en un "eje del mal" a aquellos "Estados villanos", como Corea del Norte, Irán e Irak, que poseen armas de destrucción masiva y que, dada su naturaleza de regímenes autoritarios hostiles a Washington, "podrían" ser cómplices del terrorismo internacional. Bush llegó al poder con la promesa de abandonar la promiscuidad internacional de Clinton y concentrarse en la satisfacción de demandas domésticas. Su reacción frente al 11 de septiembre de 2001 sumó a ese aislacionismo otros dos elementos de peligrosa combustión: ignorancia internacional y acentuada religiosidad. Desde esa mezcla, Bush contempló el desplome de las Torres Gemelas como un terrible vaticinio.

El resultado ha sido esa filosofía neoimperial, tan bien estudiada por el profesor de Georgetown G. John Ikenberry, en la que la defensa de la seguridad nacional de Estados Unidos aparece asociada a la misión exclusiva de destruir regímenes cómplices del terrorismo. Las fórmulas de disuasión nuclear, consensos de equilibrio o coaliciones multilaterales, propias de la Guerra Fría, resultan ajenas a un Gobierno que cree firmemente que su nación está amenazada, debido a su poderío y no a su universalismo, a su maravillosa rareza y no a su responsabilidad compartida. Pero tampoco el intervencionismo liberal, promotor de la democracia y el mercado, del período de Clinton, e inscrito en la tradición de Wilson y Roosevelt, parece motivar la actual política exterior de Powell y Rumsfeld, Rice y Cheney. Estados Unidos, como ha dicho el presidente Bush, está dispuesto a invadir Irak, con o sin la aprobación del Consejo de Seguridad de la ONU, no para derrocar la dictadura de Sadam Hussein, sino para lograr su desarme pleno e inmediato.

Los antecedentes de esa filosofía neoimperial habría que encontrarlos, tal vez, en la "doctrina del destino manifiesto" de mediados del siglo XIX, que animó el expansionismo de los gobiernos de James Knox Polk (1845-1849), Zachary Taylor (1849-1850), Millard Fillmore (1850-1853) y Franklin Pierce (1853-1857). En su discurso ante el Congreso, el 28 de enero de 2003, Bush expuso su certeza providencial de que Dios había elegido a Estados Unidos para que encabezara la guerra mundial contra el terrorismo. Unos meses antes, en la apertura de un nuevo curso en la Academia de West Point, había afirmado algo similar, sólo que con una salvedad histórica: Estados Unidos debía intervenir, por mandato divino, en "cualquier oscuro rincón de la Tierra" que amenazara su seguridad nacional, pero ahora "ya no tenía un imperio que ampliar ni una utopía que establecer".

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