www.cubaencuentro.com Jueves, 13 de noviembre de 2003

 
Parte 3/4
 
Carta a Antonia la Milagrera de Los Cayos (II)
por RAMóN FERNáNDEZ LARREA, Barcelona
 

Sirven igual a otras ramas de la profesión, como jineteras, zorras, putas, carretillas, bichas, geishas, puntos, guaricandillas, hetairas, profesionales, meretrices, cortesanas, horizontales, calientacamas, calloncas, fleteras y busconas, con todo el profundo respeto que tengo a sus antiguas y bienhechoras artes. Y mire usted qué cosa tan curiosa: San Sebastián comparte patronato entre los chernitas y los políticos. Ha de ser porque ambos tienen que ver con el recto... proceder. Homos y dirigentes en la misma abadía. Abadios unos, encimias otros.

Eso lo hubiese sabido usted de haberle echado un ojito a las Sagradas Escrituras, que ya sé no son lectura fácil para alguien con intensa sed de boniato, y con más desórdenes estomacales que un tigre en la hielera de un bar pobre, pero una revisada le hubiera dado un no sé qué más sólido en sus argumentos, en vez de andar hablando cáscaras de toronja, que es como ir por ahí tirándole bisteces a los puercos.

Y paro de comparar, que de seguro le estoy abriendo el apetito. Lo cierto es que su lenguaje, un poco post modernista, la llevó directa a Mazorra sin pasar por la posta médica, que en siendo posta, corría peligro de mosdisco. Que no es lo mismo poner en la prensa o decir: "Nuevas regulaciones para viajeros que transporten tabaco torcido", que "para viajeros torcidos que transporten tabaco".

Y aquí viene un detalle que echó por la gorda su espectáculo, todo por la puñetera falta de información, que se ha convertido en epidemia. Y esa pandemia no se cura con agua. Y no es que ahora pretenda yo que allí, en pleno valle de Viñales, hubieran puesto un par de oficinas de información para que usted anduviera al hilo. No. Mi preocupación viene por su absoluta ignorancia en temas celestiales. Esa nula formación académica no da confianza a los consumidores, que vienen a buscar "La Palabra", aunque se la sepan de memoria, la hayan leído en la Biblia desde chiquiticos y hayan pasado burujón de catequesis.

El ser humano es así, siempre espera que otro idiota le diga lo mismo que uno sabe para darlo por bueno. Reafirmación, le dicen los pisiquiatras seguidores de Jung, y hasta un poco los de Freud. Yo la comprendo a usted, porque el criminal embargo económico ya se hacía sentir en aquella zona, y no era plan ponerse a leer con atención los Testamentos —antiguo y moderno—, mientras el manganzón de su marido pensaba en la manera de convertir la yagua en energía atómica, sobre todo si en esos testamentos no le dejaban nada palpable a usted; ni siquiera la explicación del truco de los panes y los peces, que podía haber aplicado en la depreciada zona, como el milagro de las biajacas y las gaceñigas.

De manera que a su palabra le faltaba la apoyatura infalible de calzar cada sentencia con aquello de "San Burundango, 116, versículo 8", que calma de primera y pata a los enfermos de la versícula. Y a esa altura del mundo sospecho que creía que una encíclica era lo que le venía cada mes y que duraba cuatro días. Por otra parte, no le iba a servir mucho el dato, a menos que el Concilio de Trento avivara un poco a su marido.

Una hija suya confesó más tarde que jamás la vio leer el libro sagrado. Y haciendo un descomunal esfuerzo de memoria, llegó a la conclusión más abarcadora de que jamás la vio leer ningún libro —ni siquiera uno sencillito, de los de Nikitín—, a lo que yo, desconfiado y hegeliano, le agrego que no la vieron nunca leer nada. Sin embargo, una hermana suya de usted —de las que se alejó a tiempo con magnífico olfato de "Las Ayudas", que eran más nimias que las de la Unión Europea, según político de la zona— declaró que usted no era completamente analfabeta.

Con Bocoy y sin Bocoy —venceremos el Bloqueoy— no he podido nunca descifrar determinadas medias tintas, a todas luces absurdas. Nadie queda medio embarazada, o es medio comebola, o medio alto, medio bajito, medio gordo, medio pesado. No se es casi imbécil, ni ligeramente estrábico, sino bizco a matarse; tampoco conozco ejemplares humanos un poco brutos, levemente hijos de la gran fruta, ni medianamente criminales. No.

Si su hermana dijo que no era usted completamente analfabeta, y su hija, que never en la nevera viole grafía alguna entre los luego acuáticos dedos, es que tal vez sabría usted si amanecía o anochecía, si las gallinas habían puesto —no que casi pusieron— un huevo, y que el manganzón de su cónyuge tabacalero casi trabajaba. Era usted una burra de lo más graciosa, pero burra al fin y al cabo, para seguir con el tabaco. Sospecho que por eso apeló al agua, que no trae prospectos.

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